viernes, 11 de noviembre de 2011

Felinada

Mi gata no me quiere. Nunca me recibe cuando abro la puerta y tampoco me persigue para que le sirva su comida. Sé que duerme debajo de mi cama. La oigo ronronear durante la noche, hecha un ovillo, feliz de estar lejos de mí. Ayer intenté cogerla por sorpresa, con suavidad, como hacía con Lester. La gata me mordió, con mucha rabia y mala leche, para irse como un bólido hacia algún rincón secreto de la casa que solo ella conoce. Lester  nunca me hubiera mordido. Era un gato normal, de los que se suben a la falda para ser acariciados, maúllan para recibir a sus dueños y quieren compartir con ellos constantemente la cama. 

Raquel dice que mi gata no me quiere por qué soy una mujer y que una hembra nunca puede querer a otra hembra. Puede que tenga razón pero yo he visto como muchas señoras pasean a sus perritas por las calles, y cómo estas las miran con arrobo y sumisión. 

Raquel suele presentarse en mi casa sin avisar, por sorpresa, para contarme sus penas, que según ella, son las más graves del mundo. Ella piensa que es el centro del mundo y que una suerte de ciencia infusa le ha dado el privilegio de ser guapa y de tener para ella a todos los hombres que quiera. 

Al último novio lo dejó con la excusa de que no daba la talla suficiente en la cama, cuando en realidad ella nunca quiso acostarse con él. Sólo lo hizo para poder coger una de sus famosas rabietas y venir a llorar a mi casa. Le encanta llorar en mi casa porque sabe que todos los vecinos escuchan sus lamentos y al día siguiente, cuando se ha duchado en mi baño, ha usado mis cremas y se ha puesto mi mejor vestido, algunos llaman a la puerta, la miran con mohín de pena y le preguntan cómo está. Que si se encuentra mejor y que ya sabe dónde puede encontrarlos si necesita lo que sea. Lo que sea. 

Dice Raquel que se preocupa mucho por mí  y yo he decidido matarla. A lo mejor así la gata me quiere más.

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