jueves, 27 de noviembre de 2014

Hedor

En Cataluña nos vamos a la mierda. Aquí no gobierna nadie. No hay más plan que un poco de oxígeno para ver cómo huir de la justicia que acecha.

No es que en Madrid el panorama sea mejor. Entre imputado e imputado, coletas y castas la corrupción y la pringue alcanzan una magnitud tal que ya no hay espacio para nada más.

El anuncio de la Lotería está muy bien y es muy emotivo y tal pero el señor que llora en realidad llora del dolor de huevos que le da la politicada patria.

La opción para no llorar pasa por tomarse todo esto como una tragicomedia a lo Valle-Inclán y ver quién es el último que quedará de pie. De momento, hay dos vías: la de Rajoy en su madriguera y la de Mas paseando coloridos plumajes.

A mí me ha tocado sufrir la segunda que, además, luce abalorios propios de cualquier régimen totalitario. Así que como bien dice Arcadi Espada, la única opción moral en Cataluña es ser extranjero. Dicencia que extiendo a todo el país.

El hedor es insoportable.



miércoles, 26 de noviembre de 2014

Conversación

Los truenos me han despertado hoy. Luego ha llegado un diluvio y luego un extraño silencio. Quietud total. Y ha salido el sol y he salido yo hacia la panadería.

Delante de mí dos señoras hacían cola. Una llevaba un traje de falda de dos piezas color verde botella, de esos que nunca venderían en Zara y en cambio son la estrella de las boutiques de barrio, unos zapatos con tacón de gato y un peinado muy cardado y a mechazos rubios, casi blancos. La otra lucía unas enormes gafas de montura dorada sobre el puente de su nariz que aseguraba con un pomposo cordón dorado. Esta segunda era robusta y apenas cabía en su abrigo de corte cruzado.

Parecían haberse encontrado por casualidad en la cola de a por el pan y hablaban sobre una tercera comadre llamada Carmeta.


- Se le murió el primero. Se le murió el segundo. Se le murió el tercero.
- Ay hija, qué mala suerte.


Suerte la mía de estar viva, he pensado. Qué desgracia la de esa señora, que ha perdido a sus tres hijos, me asombraba yo fascinada por el relato truculento de tan trágica vida.


- Pues sí.
- ¿Y ahora?
- Ahora Carmeta está con un sevillano de Sevilla y se lo está pasando pipa. Dice que es el mejor de todos y que de momento no se le muere.


He pagado lo mío. He salido del local. He caminado hacia casa. He meditado sobre que si llego a vieja quiero ser como Carmeta. Se le mueren los hombres pero ella, ahí. Sustituye al rey muerto por el rey puesto y que le quiten lo bailao.

Si alguién sabe cómo se hace eso o conoce a Carmeta, que me avise. Gracias.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Mirad. ¡Un barco!

- Mirad. ¡Un barco!

Marta señaló un punto lejano que se esbozaba borroso en la línea lechosa y densa del horizonte que se veía desde la playa.

- Mirad. ¿Lo véis? Es un barco que se acerca.
- Marta, cariño, no vemos nada. Allí no hay nada. Y, cariño, deja a los mayores que hablen tranquilamente.
- Pero, hay un barco que se acerca. Lleva tres velas desplegadas: una latina en el palo de mesana y otras dos cuadradas en el mástil mayor y el trinquete. La manga es muy ancha, seguro que está construida con una quadernas enormes. Se nota que el forro está bien calatafateado y que la quilla es fina. El barco avanza rápido y con rumbo firme.
- Marta, nena, de verdad. Deja de molestar a los mayores que tienen derecho a estar tranquilos.
- Pero, hay un barco que se acerca. Palas Atenea ocupa el mascarón de proa, justo encima del ancla y en la popa el timón de rueda parece manejarse sólo. Tiene seis agarres pero nadie lo agarra. ¿No lo véis?
- ¡Marta, qué cría! O te callas o te castigamos sin salir esta tarde. Hay que ver qué niña más pesada. Qué incordio. Es la tercera vez que te decimos. Deja en paz a los mayores que están hablando de cosas importantes.
- Pues hay un barco que se acerca y ya casi toca la orilla. Ahora ya se ven los ojos de buey y los cabos de cáñamo y las jarcias y el rojo de la toga de Palas Atenea.
- Niña, de verdad. Te acabas de ganar un cástigo: esta tarde no sales y ahora vete a la orilla que aquí molestas. Ya te hemos dicho que no vemos nada y que no molestes. Qué pesada eres, niña.

Marta dejó de hablar y miró a los mayores que seguían parloteando sobre el calor, lo cara que estaba la vida y lo pesada que se habían puesto las abuelas por la mañana insistiendo en ir al mercado.

Se dió media vuelta. El barco se había detenido y fondeaba unos metros más allá de la boya.

Marta recogió sus rastrillos, sus cubos y sus moldes con los que había jugado antes de ver el barco. Los apartó a un lado, se ajustó el bañador y se metió en el mar sin salpicar. Apenas levantó una onda sorda en la superficie del agua.

A las dos y media los mayores decidieron que tenían hambre y que había que subir a comer. Llamaron a Marta. Nadie contestó.  

domingo, 2 de noviembre de 2014

Marta

El sábado por la tarde Marta llamó entre lágrimas.

- Tía. Estoy en el hospital. Me he roto el tobillo.

Mierda, pensé, pues me quedo sin plan para hoy. Adiós cena, adiós discoteca, adiós chicos. A la mierda.

-  ¿Cómo que te has roto el tobillo? ¿Qué ha pasado?

Marta no paraba de llorar y apenas pude entender que se lo habían roto. Que el capullo que tenía por novio se lo aplastó con la puerta del coche mientras ella salía y que ahora ella estaba con su hermano en el hospital. Con el tobillo roto y llorando sin parar.

- Tienes que denunciarle, le dije. Primero cálmate y luego le denuncias. Qué hijo de la gran puta, cabronazo. ¿Te duele?

Marta seguía llorando y claro que le dolía. Decía que no, que no iba a denunciar. Que mejor dejarlo estar y que tenía miedo de que si lo denunciaba el chico volviese a pegarle. Más tarde me contó que era normal que el chico la abofetease, que lo había hecho en varías ocasiones y yo quise echarle la mayor bronca de su vida. Pero, ¿para qué? Hacía ya tiempo que Marta estaba mal, deprimida, sin salir de casa apenas y vomitando cada uno de los atracones que se daba. Estaba tan mal que incluso se dejaba pegar por un capullo al que yo quería matar.

A mí me daba miedo acabar como ella. Yo tampoco salía mucho de casa y también vomitaba los atracones que me daba. Ella pesaba unos 47 kilos y yo, por fin, había conseguido subir a 49. Seguíamos sin poder soportar nuestra imagen aunque ya no nos contábamos como antes todo lo que hacíamos para perder medio kilo, un quilo, 100 gramos de peso. 

Así que me callé. Me puse a llorar, le di un abrazo muy denso y me callé. No supe qué más hacer.

Pensé que no quería estar tan mal como para dejar que nadie me pegara. Pensé que Marta se merecía una vida mejor. Pensé en que nadie podía entender qué nos pasaba y que si alguien se enteraba de que a Marta su novio le había roto el tobillo todo el mundo se reiría de ella. Quise protegerla y evitar que pasara vergüenza y que los demás hablaran sobre ella. Le prometí no contárselo a nadie.

Marta y yo nos separamos. Creo que esa promesa me pesó demasiado y aún hoy me sigue pesando. Yo no supe cómo ayudar a mi amiga y apenas entiendo cómo hice para ayudarme a mí. Tuve que alejarme, tuve que construirme de nuevo en otro ambiente, con otra gente. No he sabido mucho de ella desde aquel día en que llamó llorando. Alguna vez le he escrito y ella me ha contestado. Sé que ahora vive lejos, pero no sé ni a qué se dedica, ni si tiene familia, ni si es feliz o no, ni si se acuerda de mí.  

La adolescencia cicatriza mal y deja una herida que molesta para el resto de la vida. Incluso aunque la acaricies levemente, molesta.